Vistas de página en total

miércoles, 28 de agosto de 2013

Matilde París del Pozo...MI MADRE (IV)

   Son varios los que, leyendo estas pequeñas notas que dedico a mi madre, han elogiado mis letras y se han sorprendido de lo que en se leía sobre ella, sobre todo su excepcionalidad tanto como persona como madre. Aún no se ha visto todo. Es más yo diría que, por desgracia, sólo he sido capaz de transmitir una ínfima parte de su esencia. En esta cuarta y última entrega les contaré los últimos años de su vida. En ellos, fui testigo de su grandeza, y aun más, hoy por hoy, en mis recuerdos, sigo asombrándome y aprendiendo de cosas que en su momento ni siquiera atisbaba a imaginar. Ella era así. En sus enseñanzas dejaba una segunda lectura que se debía hacer correctamente… y con perspectiva. Su didáctica era magistral en todos los sentidos. Y no lo digo yo que soy su hijo, muchos que la conocieron comparten esto. Era alguien tan especial, que allí por donde pasó, su carácter dejó huella, y muy profunda por cierto.
   Quizás sea terrible lo que a continuación diré, más supongo que aunque cruel, la verdad es siempre lo que es. Con la muerte de mi padre el 28 de febrero de 1992, muchos problemas que teníamos en casa se solucionaron, aunque otros, por desgracia, se enquistaron de la manera más horrible posible. Como ya comenté anteriormente, mi padre murió de cáncer de pulmón, enfermedad que el pobre tuvo que padecer durante casi un año. A su muerte, mi madre experimento una liberación en muchos sentidos tremenda, pues, por desgracia, su matrimonio terminó siendo una opresión terrible para ambos, aunque de diferentes maneras llevadas y padecidas. Desdichadamente, esta situación hizo quebrar las relaciones entre los hijos, más mi madre, en vida, fue capaz de ser el comodín que hiciese que las asperezas apenas se notaran, al menos desde mi punto de vista. A veces lo conseguía y otras no tanto, pues no sólo estábamos los hijos, unas buenas piezas por cierto, también estaban los maridos de mis dos hermanas mayores, a los que llamaré "los agregados", que, llegados a diferentes situaciones, dañaron seriamente nuestras relaciones y, por consiguiente, hicieron sufrir considerablemente y sin necesidad a mi madre.
   Como contaba, a la muerte de mi padre se sucedieron una serie de meses bastante malos, pues por entonces por legislación, las viudas cobraban a los tres meses después del fallecimiento. Luego, los papeles a hacer, impuestos a pagar, transmisiones de patrimonio y los pequeños líos económicos que dejó mi padre hicieron que anduviéramos en la cuerda floja casi un año. En ese ínterin ocurrió que, en determinadas cosas, mi madre empezó a volcarse en mí, ya no como madre, sino como si me "nombrara" cabeza de familia (pero sin el como), al menos en lo que se refería a asuntos de la casa familiar en la que vivía con mi hermana Ana. Prácticamente no había asunto doméstico y, en muchos casos, incluso personal que mi madre no me consultase. En cierta manera esta nueva situación alimentaba mi ego mas, por otro lado, me aterraba pues empecé a enterarme de cosas familiares y extrafamiliares que me hubiera gustado ahorrármelas.
   Al cabo de tres años, la economía doméstica volvió a estabilizarse y la tranquilidad y un cierto bienestar empezaron a instalarse en nuestro hogar, sólo amenazado por determinadas tiranteces entre los hermanos y miedos a que hicieran resquebrajarse la familia. Mi madre se encargó, en la medida que pudo, a soterrarlas, pero de cuando en cuando me confesaba lo que le desagradaba tener que mediar, y de cómo a veces no comprendía de donde salían esas cosas entre nosotros. Esas "cosas", a su muerte, terminaron haciendo mucho daño entre nosotros, mas éste es un tema que, por vergüenza tanto propia como ajena, callaré. No es tema de este memorial y sería una falta de todo traerlo aquí. Como decía, con la "estabilidad" económica y familiar, opté por hacer un inciso en mi vida laboral e ingresé en la universidad para estudiar una ingeniería. Esto enorgulleció a mi madre, pues este nuevo reto lo tomó como algo personal. En todo lo que pudo me ayudó, en el plano económico, dándome los medios que necesitaba, aunque la carrera prácticamente se financió a base de becas. Moralmente estuvo aguantando mis nervios y malos humores, cuando las cosas no iban todo lo bien que se esperaba, aunque al final (como en las películas) todo terminaba por arreglarse y finalizábamos celebrándolo yendo a comer a un restaurante italiano que a ella le encantaba, con mi hermana Ana. A nivel particular, mi madre y yo, teníamos una pequeña tradición y era que, cuando recibíamos alguna buena noticia, brindábamos con una copita de Jerez o de Oporto. Recuerdo que el Jerez no terminaba de gustarla, mas eso no importaba: era ese el pequeño evento para compartir algo bueno entre nosotros, era una complicidad compartida.
   En el verano de 1.997 murió su padre, lo que desencadenó una lucha por la herencia con los "familiares" de Francia. Me explico. Cuando terminó La Segunda Guerra Mundial mi abuelo fue liberado por los Aliados, pero no podía volver a España ya que, digámoslo así, no estaba bien visto por el gobierno de Franco. Así las cosas, obtuvo la nacionalidad francesa. Por otro lado, como ya conté, mis abuelos se casaron por lo civil. Estos matrimonios fueron anulados al acabar la Guerra Civil, por lo que mi abuelo contrajo "segundas nupcias" en Francia con Suzanne Regout, una viuda que tenía una hija, Colette. Supongo que trató de reconstruir la vida que perdió en España. No tuvo más descendencia y mi madre siempre fue reconocida como única hija legítima de mi abuelo. Nuestras relaciones con los “familiares” de Francia fueron siempre buenas, sin embargo, a la muerte de mi abuelo algo raro ocurrió. Digamos que la parte francesa vio la oportunidad de hacer dinero fácil a costa de darle lo mínimo imprescindible a mi madre por la venta de la casa de mi abuelo; vendieron la casa por el precio catastral del terreno a la nieta de Colette y supongamos que si la casa valía unos veinte millones, a mi madre solamente le dieron uno. Ante tal cuestión y después de que mi hermana mayor presionara sobre el tema, mi madre tomó la determinación de hacer lo mismo con el dinero que mi abuelo tenía en el banco. Poco antes de caer enfermo y previendo lo que podía pasar puso como única titular de la cuenta a mi madre. De repente nos encontramos ante la primera guerra por herencias en la que he participado. De los doce o trece millones en el banco, mi madre dio a Colette un millón, como prueba de buena fe y pagando con la misma moneda. No obstante, Colette tuvo la desfachatez de llamar por teléfono a mi madre para ponerla como un trapo. Afortunadamente, sus conocimientos de la lengua francesa eran tan básicos como los míos de alemán, por lo que de la retahíla de burradas y regüeldos varios que pudo emitir aquella señora -y me permito llamarla señora simplemente por educación ya que si por mi fuese..., pero es que Dña. Matilde no me lo hubiera permitido-, no nos enteramos prácticamente de nada.
   Después de esto, del dinero heredado, dio un millón a cada hijo, para que hiciésemos lo que nos viniera en gana con él, y pagó los impuesto derivados de toda la herencia, que dicho sea de paso, y hablo por experiencia, no fueron pocos. Por último, liquidó todas las deudas que por aquella época aun teníamos, y se quedó con unos cuatro o cinco millones, creo, que los disfrutó como mejor le pareció. Esto tampoco lo tengo yo muy claro, pues ella dispuso como quiso de su herencia y tampoco quise saber que hizo con ella aunque, por desgracia, a mí si se me pidieron cuentas de ello con posterioridad, a su muerte, pero esa es otra historia... Una cosa sí me hizo gracia. Después de todo este mogollón, a mi madre y a mí nos resultó paradójico enterarnos que mi hermana Marta, la mayor, la que azuzó a mi madre a entrar en "guerra" contra Colette, continuó una amistad por carta con ella, mas solo el buen Dios juzgará estos hechos.
   Un año después, a tenor de todo ello, y viendo como los cuatro hermanos nos habíamos comportado en y desde la muerte de mi padre y lo que acaeció con la muerte del suyo, mi abuelo, mi madre tomó la determinación de que fuese un servidor quien pusiese orden el día que ella muriese. Así me lo hizo saber y me hizo prometer que cuidaría a mi hermana Ana y la ayudaría en todo lo posible, pues temía que las hermanas mayores moldeasen a su antojo las cosas a su desaparición. El tiempo demostró que tal cosa no era posible por dos poderosas razones. La primera, la existencia de una gran escisión entre los hermanos que sólo beneficiaba a terceros y que promovía el interés individual (los intereses de los pequeños frente a los intereses de los mayores) en vez del común. La segunda, consistió en que esas terceras partes se movieron mucho más rápido de lo que mi madre suponía y me sobrepasaron por activa y por pasiva, hecho que sólo en su lecho de muerte pudo percibir y que me comunicó con gran preocupación. Yo traté de disuadirla de esa angustia, alegando que era joven y capaz, pero me temo que no coló y el tiempo demostró lo poco que ella se equivocaba. Mas esto es adelantar acontecimientos y contar también otra historia que no viene al caso.
   Volvamos al hilo de la historia. Los siguientes cuatro años los pasamos muy unidos mi madre y yo, compartiendo las pequeñas y grandes cosas, no teníamos secretos, incluso bromeábamos como si fuésemos chiquillos. Lo que más me gustaba era cuando, en verano, íbamos a ver zarzuelas al Centro Cultural de la Villa. Hablar con ella de cualquier tema era un placer, pues aunque se violentase al ir más allá de sus tabúes, se arriesgaba y no se cerraba en banda. Sabía escuchar como nadie y, en ocasiones, sus silencios eran tan elocuentes que me dejaba de piedra.
   Un día, mientras se sometía a unas pruebas por cálculos en la vesícula, le detectaron un tumor del tamaño de una moneda de dos euros en uno de los pulmones. Cuando nos enseñaron la radiografía se me vino el mundo encima, pues reconocía la enfermedad que once años atrás acabó con la vida de mi padre. Mi madre, como siempre hacía, se lo tomó con tranquilidad y, como solía decir, se puso en las manos de Dios. Semanas después las pruebas médicas, nos dieron que se trataba de un cáncer de lo más agresivo. Tras seis meses de un tratamiento de quimioterapia para paliar los efectos de la enfermedad y ver como físicamente se deterioraba a marchas forzadas, me pidió que subiera el cura de nuestra parroquia para que la diera los últimos sacramentos. El sacerdote subió a casa, vino con el ánimo de confesarla y reconfortarla en sus últimos momentos y.... bueno, confesarla la confesó y, ahora creo que como siempre, mi madre sorprendió a propios y extraños. Como en el funeral reconoció el mismo cura, fue él el reconfortado. Mi madre sabía perfectamente lo que pasaba, y cómo estaban las cosas. Veía todo con esa claridad que sólo aquellos con la conciencia tranquila tienen. Un jueves siete de agosto, sobre las once y cuarto, te marchaste, en silencio, en paz, aunque, por desgracia, te llevaste tu luz y este mundo dejó de ser un poco mejor.
Después de su muerte los acontecimientos se sucedieron con mucha celeridad y ahora, en el recuerdo, dan la sensación de que fueron planificados cuidadosamente, como si de una partida de ajedrez se tratase, pero esa es, de nuevo, otra historia.
A continuación les ofrezco una de las últimas lecturas que pudo hacer mi madre. Aunque triste, refleja muchas de las sensaciones que después de su muerte experimentamos. Personalmente me veo reflejado en el personaje de Aliosha... y creo que mi madre, en sus últimos momentos, también se dio cuenta. Son cosas que pasan.

Pequeñeces de la vidaAnton Chejov
   Nikolái Ilich Beliáyev, propietario de unas casas en Petersburgo, aficionado a las carreras de caballos, hombre joven, de unos treinta y dos años, bien nutrido, sonrosado, entró una vez al caer la tarde a ver a la señora Írnina Olga Ivánovna, con la cual vivía -o, según él, arrastraba- una aburrida y larga novelita de amor. Y en realidad las primeras páginas de esta novela, interesantes y arrebatadas, habían sido leídas hacía ya tiempo; ahora las páginas se hacían largas, siempre largas, sin ofrecer nada nuevo ni interesante. No encontrando a Olga Ivánovna en casa, mi héroe se tendió en una otomana del salón y se dispuso a esperar.
   -¡Buenas tardes, Nikolái Ilich! -oyó decir a una voz de niño-. Mamá vendrá enseguida. Ha ido con Sonia a la modista.
   En el mismo salón estaba echado en un diván el hijo de Olga Ivánovna, Aliosha, un muchacho de unos ocho años, esbelto, bien cuidado, vestido como un figurín, con una chaquetita de terciopelo y largas medias negras. Yacía sobre una almohada de raso e, imitando al parecer a un acróbata al que había visto no hacía mucho en el circo, lanzaba en alto ora una pierna ora la otra. Cuando las elegantes piernas se fatigaban, ponía en movimiento los brazos, o saltaba bruscamente, se ponía a cuatro patas y procuraba sostenerse cabeza abajo. Todo esto con una cara muy seria, resoplando como si le martirizaran, y habríase dicho que ni él mismo estaba contento de que Dios le hubiera dado un cuerpo tan inquieto.
   -¡Ah, salud, amigo! -contestó Beliáyev-. ¿Eres tú? No te había visto. ¿Mamá se encuentra bien?
   Aliosha, agarrando con la mano derecha la punta del pie izquierdo y adoptando la pose menos natural, se volvió, dio un salto y miró a Beliáyev por detrás de una gran pantalla con flecos.
   -Qué quiere que le diga -respondió, encogiéndose de hombros-. En realidad mamá no está nunca bien. Claro, es una mujer, y a las mujeres, Nikolái Ilich, siempre les duele algo.
   Beliáyev, por no tener nada mejor que hacer, se puso a examinar el rostro de Aliosha. Antes, durante el tiempo que llevaba tratando a Olga Ivánovna, no se había fijado ni una sola vez en el pequeño y ni había reparado en su existencia: veía ante sus ojos un muchacho, mas por qué estaba allí y qué papel desempeñaba, eran cuestiones en las que ni ganas tenía de pensar.
   Con el crepúsculo vespertino, el rostro de Aliosha, de pálida frente y negros ojos que no pestañeaban, le recordó, de pronto a Olga Ivánovna, tal como era en las primeras páginas de la novela. Y Beliáyev sintió deseos de ser cariñoso con el muchacho.
   -¡A ver, ven acá, bicho! -dijo-. Deja que te mire de más cerca.
   El muchacho saltó del diván y corrió hacia Beliáyev.
   -Bien -empezó Nikolái Ilich, poniéndole la mano sobre su flaco hombro-. ¿Qué tal? ¿Cómo va?
   -Qué quiere que le diga. Antes se vivía mucho mejor.
   -¿Por qué?
   -¡Pues, muy sencillo! Antes, Sonia y yo sólo teníamos clase de música y lectura, y ahora nos hacen aprender versos en francés. ¡Usted se ha cortado el pelo hace poco!
   -Sí, hace poco.
   -Ya lo noto. Ahora lleva la barba más cortita. Permítame que se la toque... ¿No le hago daño?
   -No, no me haces daño.
   -¿Por qué será que cuando tiras de un solo pelito hace daño y cuando tiras de muchos pelos no duele ni pizca? ¡Ja, ja! ¿Sabe? Hace usted mal en no llevar patillas. Habría que afeitar un poco aquí y por los lados... y aquí, dejar crecer los pelos...
   El pequeño se apretó contra Beliáyev, con cuya cadenita se puso a jugar.
   -Cuando ingrese en el gimnasio -dijo-, mamá me comprará un reloj. Le pediré que me compre también una cadenita como esta... ¡Queeé meeedaaallón! Mi padre tiene un medallón exactamente igual, sólo que en el de usted hay aquí unas rayitas y en el suyo, letras... En medio está el retrato de mamá. Ahora papá lleva una cadenita diferente, no de anillas, sino como una cinta...
   -¿Cómo lo sabes? ¿Acaso ves a tu papá?
   -¿Yo? Mm... ¡no! Yo...
   Aliosha se ruborizó y, profundamente turbado por haberse traslucido que mentía, empezó a rascar el medallón con la uña, poniendo en ello mucho celo. Beliáyev le miró fijamente y le preguntó:
   -¿Ves a tu papá?
   -¡No... no...!
   -Dímelo francamente, con toda sinceridad... Veo por tu cara que no me dices la verdad. Ya que te has ido de la lengua, no disimules, ahora. Dime, le ves? ¡Ea!, ¡de amigo a amigo!
   Aliosha reflexionó.
   -¿No se lo dirá a mamá? -preguntó.
   -¡Faltaría más!
   -¿Palabra de honor?
   -Palabra de honor.
   -¡Júrelo!
   -¡Ah, qué pesado eres! ¿Por quién me tomas?
   Aliosha miró a su alrededor, abrió mucho los ojos y balbuceó:
   -Pero, por el amor de Dios, no se lo diga a mamá... Ni a nadie, porque es un secreto. No quiera Dios que mamá se entere, nos la íbamos a cargar yo y Sonia y Pelagueya. Bueno, escuche. Sonia y yo nos vemos con papá todos los martes y los viernes. Cuando Pelagueya nos lleva de paseo, antes de comer, entramos en la pastelería de Apfel, y allí nos espera papá... Siempre está en una habitación reservada, donde hay, ¿sabe?, una mesa de mármol así, y un cenicero en forma de ganso sin espalda...
   -¿Qué hacéis allí?
   -¡Nada! Primero nos saludamos, después nos sentamos todos a una mesita y papá empieza a pedir café y empanadas. Sonia, ¿sabe?, come empanadas de carne, ¡y yo no puedo sufrir las empanadas de carne! A mí me gustan de col y de huevo. Nos hartamos tanto que luego, a la hora de comer, para que mamá no se dé cuenta, tenemos que esforzarnos en tragar todo lo que podemos.
   -Y allí, ¿de qué habláis?
   -Con papá? De todo. Nos besa, nos abraza, nos cuenta historietas muy divertidas. ¿Sabe? Dice que cuando seamos mayores nos llevará a vivir con él. Sonia no quiere, pero yo estoy de acuerdo. Claro, sin mamá será aburrido, pero ¡ya le escribiré cartas! Es raro, en días de fiesta podremos visitarla, ¿verdad? Papá dice, además, que me comprará un caballo. ¡Qué hombre tan bueno! No sé por qué mamá no le llama para vivir con él, ni por qué nos prohíbe verle. Él la quiere mucho. Siempre nos pregunta cómo se encuentra, qué hace. Cuando ella estuvo enferma, él se agarraba la cabeza con las manos, así, y... corría, corría. Siempre nos pide que la obedezcamos y que la respetemos. Oiga,¿es verdad que nosotros somos unos desgraciados?
   -Hum... ¿y por qué?
   -Es papá quien lo dice. Vosotros, dice, sois unos niños desgraciados. Es extraño oírselo decir. Vosotros, dice, sois desgraciados, yo soy un desgraciado y mamá es una desgraciada. Rogad a Dios, dice, por vosotros y por ella.
   Aliosha detuvo su mirada en un pájaro disecado y se quedó pensativo.
   -Ya... -balbuceó Beliáyev-. Así pues, eso es lo que hacéis. Organizáis reuniones en la pastelería. ¿Y mamá no lo sabe?
   -Nooo... ¿Cómo quiere que lo sepa? Pelagueya no se lo dirá por nada del mundo. Anteayer papá nos invitó a peras. ¡Eran dulces, como la confitura! Yo me comí dos.
   -Hum... Bueno, y eso... escucha, ¿de mí no dice nada tu papá?
   -¿De usted? Qué quiere que le diga. -Aliosha miró con curiosidad el rostro de Beliáyev y se encogió de hombros-. No dice nada en particular.
   -Pero ¿qué dice más o menos?
   -¿No se ofenderá, usted?
   -¡Solo faltaría! ¿Acaso me insulta?
   -Él no le insulta, pero ¿sabe?... Está enfadado con usted. Dice que por su culpa mamá es desgraciada y que usted... ha perdido a mamá. ¡Ya ve, qué raro es! Yo le explico que usted es bueno, que nunca le grita a mamá, y él solo mueve la cabeza.
   -Ya, ya... ¿Y dice que yo la he perdido?
   -Sí. ¡No se ofenda usted, Nikolái Ilich!
   Beliáyev se levantó, permaneció de pie unos momentos y se puso a caminar por el salón.
   -¡Qué extraño... y qué ridículo! -balbuceó, encogiéndose de hombros y sonriendo burlonamente-. Toda la culpa es de él, y resulta que soy yo quien la ha echado a perder, ¿eh? ¡Vaya, con el inocente corderito! ¿Así te lo ha dicho, que yo he perdido a tu mamá?
   -Sí, pero... ¡usted me ha dicho que no iba a ofenderse!
   -No me ofendo y... ¡además no es cosa tuya! No, eso... ¡eso es incluso ridículo! ¡Me han pillado en la ratonera y ahora resulta que soy el culpable!
   Sonó la campanilla. El muchacho dio un salto y salió corriendo. Un minuto después, entró en el salón una dama con una niña pequeña. Era Olga Ivánovna, la madre de Aliosha. Tras ella, dando saltitos, venía Aliosha, cantando en voz alta y agitando los brazos. Beliáyev saludó con un movimiento de cabeza y siguió caminando.
   -Naturalmente, ¿a quién acusar ahora, si no a mí? -murmuró resoplando-. ¡Tiene razón! ¡Él es el marido ofendido!
   -¿A qué te refieres? -preguntó Olga Ivánovna.
   -¿A qué?... ¡Pues escucha qué sermones suelta tu legítimo consorte! Resulta que soy un canalla y un malvado, que yo he sido tu perdición y la perdición de tus hijos. Todos vosotros sois unos desgraciados, ¡y sólo yo soy terriblemente feliz! ¡Terrible, terriblemente feliz!
   -¡No te comprendo, Nikolái! ¿Qué significa esto?
   -Pues, ¡escucha a este joven señor! -dijo Beliáyev, señalando a Aliosha.
   Aliosha se sonrojó, luego, de pronto, palideció, y la cara se le crispó de miedo.
   -¡Nikolái Ilich! -balbuceó en alta voz-. ¡Tsss!
O   lga Ivánovna miró sorprendida a Aliosha, a Beliáyev, después otra vez a Aliosha.
-
   -¡Pregúntele! --continuó Beliáyev-. Tu Pelagueya, esa tonta de remate, los lleva a las pastelerías y allí organiza encuentros con su papaíto. Pero no es esta la cuestión, la cuestión es que el papaíto es un mártir, y yo, un malvado, un canalla, que os he destrozado la vida a los dos...
   -¡Níkolái Ilich! -gimió Alíosha-. ¡Me había dado usted su palabra de honor!
   -¡Ea, déjame! -exclamó Beliáyev, haciendo un gesto de contrariedad con la mano-. Aquí se trata de algo mucho más importante que todas las palabras de honor. ¡A mí, la hipocresía y la mentira me indignan!
   -¡No comprendo! --dijo Olga Ivánovna, y las lágrimas le brillaron en los ojos-. Escúchame, Liólka -se dirigió al hijo-. ¿Te ves con tu padre?
   Aliosha no la escuchaba y miraba con terror a Beliáyev.
   -¡No puede ser! -dijo la madre-. Voy a interrogar a Pelagueya.
   Olga Ivánovna salió.
   -¡Escuche, me había dado usted su palabra de honor! -dijo Aliosha, temblando de la cabeza a los pies.
   Beliáyev le replicó con un gesto de disgusto y siguió caminando. Se hallaba sumido en su ofensa, y de nuevo, como antes, no se daba cuenta de la presencia del pequeño. Él era un hombre maduro y serio, no iba a preocuparse por pequeñajos. Aliosha se sentó en un rincón y, horrorizado, le explicó a Sonia cómo le habían engañado. Temblaba, tartamudeaba, lloraba. Por primera vez en la vida se encontraba de manera tan brutal con la mentira cara a cara; hasta entonces no había sabido que en este mundo, además de peras dulces, de empanadas y de relojes caros, existen muchas otras cosas que, en el lenguaje de los niños, no tienen nombre.

Resumen final
   Con esto termino este memorial, un mísero tributo a quién tanto hizo por mí. Quizás sería más correcto decir que lo hizo todo por mí. Alguien, de manera cruel, al poco de morir mi madre, me dijo que yo era una gran persona porque mi madre era una gran mujer y, como los planetas reflejan la luz del Sol, porque ellos mismos no emiten nada de luz, yo reflejaba la luz de mi madre. Por mí mismo yo no era nada. El tiempo me ha demostrado que quizás fuese cierto. Hoy, por fortuna, como muchos otros, brillamos con nuestra propia luz porque ella no sólo nos iluminó, también nos enseño a ser a su imagen y semejanza, a tratar de emanar la luz sin esperar nada a cambio. A veces, estas ideas no se comprenden y se mal interpretan. A veces, otros ven cosas en nosotros que no son, pero es que la luz también hace sombras. Ya no depende de la luz explicar estos visajes. Es al que recibe esta luz, al que le toca entender lo que ocurre y que la mancha a lo mejor es una simple sombra.
   Espero que algún día volvamos a vernos. No sé si podré mirarte a la cara, porque no estoy muy seguro de las cuentas que te presente sean de tu agrado, aunque mi conciencia está tranquila sobre lo hecho. Dios es testigo de que no supe hacerlo mejor, aunque es posible que mi ignorancia no me exima de las responsabilidades de no haberlo hecho todo correctamente y de la forma exacta en que tú deseabas que se hicieran las cosas. Si de algún delito, creo, se me podrá acusar es de incompetente, mas no de malvado, aunque la historia contará lo que quiera... yo sólo espero tu perdón por tu amor, como espero para mis otros (y muchos, por desgracia) pecados, clemencia, por el amor de mi Creador. Pero ya no sólo por el vuestro que espero hacia a mí, sino por el que seguro yo siento por vosotros. Como tú me decías, ya sólo tengo que hacer una cosa en ese sentido: ponerme en las manos de Dios y confiar en su voluntad.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Matilde París del Pozo... MI MADRE(III)

   Nuevamente vuelvo a retomar este memorial sobre mi madre. Quizás note el lector cómo, a medida que avanzo en su vida, más difusos son los detalles y más conocidos, o familiares más bien, nos resultan los hechos relatados. La cuestión es que la vida de mi madre no se diferenció mucho, en lo cotidiano, de las vidas de otras personas de su tiempo. Ello quedó evidenciado en mi último escrito. Mas sí marcó una diferencia: mi madre fue, además, una gran maestra de la vida no solamente para este humilde "escritor" (que tiene la gran desfachatez de llamarse así) sino también para muchos que la conocieron. Todavía hoy sigo encontrándome con gente que la trató, que desconocen su muerte, y que se quedan de piedra al conocer el hecho y siguen acordándose de ella y lamentando su pérdida. Me sigue sorprendiendo lo que me cuentan de ella personas que yo ni conozco, y en las que mi madre dejó su impronta... con la de almas que habitan este Madrid que tanto padecemos y que, sin embargo, ella tanto amaba. En esta ocasión voy a relatarles más cosas de las que me acuerdo, desde el momento que yo tengo memoria, enlazando así con lo relatado hasta ahora.

   Cuentan que mi nacimiento fue problemático pues, además de salir con casi un mes de retraso, nací con el cordón umbilical enroscado al cuello. Dicen que ante la posibilidad de que mi madre o yo muriéramos en el parto, mi madre no paraba de decir que primero el bebe antes que su propia vida. Finalmente todo salió bien y del parto, aunque se dilató bastante, no tuvimos que pagar consecuencias.

   Debido a que mi padre no paraba apenas en casa, mi madre fue la que se ocupó de la educación de todos nosotros. Mis recuerdos, imagino que como a todo el mundo le pasa, se componen de una mezcla de lo que yo viví y de lo que me contaron, corroborando así lo que yo sé. De ahí que lo que les puedo contar se remonte a mi más temprana infancia. Antes de ir al colegio, contaba yo con tres o cuatro años, pasaba todo el tiempo con mi madre, con lo que me dio los primeros conceptos de cómo ver la realidad perceptible. A pesar de sus profundas inclinaciones religiosas, nunca me obligó a adoptar sus criterios, mas, como es normal, cualquier hijo imita a sus padres en los primeros estadios de la vida. Sin embargo, he de decir que mi madre me enseño a razonar las cosas cuando me eran planteadas. Esto quiere decir que me enseñó una de las principales lecciones que debería aprender cualquiera en su infancia: a no dar nada por sentado, a comprender en su esencia; ante todo, a no ser un "primo". Solía decirme aquello de: "Cristo dijo que fuésemos hermanos, pero de primos no habló una sola palabra". Era frecuente que sus enseñanzas las rematara con una frase al uso, que sintetizara, incluso con algo de humor, lo que me quería transmitir.

   A medida que iba creciendo y aprendiendo cosas, en el colegio, en la calle..., mi madre fue ayudándome a asimilarlas, hasta donde ella sabía y lo que desconocía lo consultaba donde podía para seguir dándome cobertura, o al menos otra visión del mundo. A veces sentía que además de tener una madre y una maestra, también tenía una compañera. Algo sí me quedó siempre muy claro con ella: Que más sabe el diablo por viejo que por diablo y, aunque mi formación pronto superó a la suya, siempre me sacó mucha ventaja, por su enorme picardía, y su gran capacidad de ver las cosas.

   Yo nunca fui en mi niñez un estudiante brillante. De hecho, de todos los hermanos, fui el que notas más mediocres sacó: no superaba el 5 ó el 6. Mas ella sabía perfectamente que esto era así por lo que me enseñaban y cómo lo hacían. No me llamó nunca la atención y, aunque hizo lo que pudo, cuando algo no sabía no dudó en recurrir a medios auxiliares como profesores particulares, hablar conmigo para ver cual era mi problema e intentar ahondar en él, escuchándome hasta dar con una solución, aunque fuese parcial, pero que me permitiese seguir avanzando.

   Retomemos el curso de los acontecimientos. Tres años después de mi nacimiento, mi hermana Marta se casó, lo que imagino que liberó de tareas y estrés familiar a mi madre. La familia quedó entonces con el matrimonio, dos hijas (una en plena pubertad y otra aun niña de unos diez años) y un hijo de tres años. Por aquella época mi madre desarrolló unos quistes en la matriz. Los médicos estimaron que la mejor opción era vaciarla. Esto le costó un principio de depresión, no sólo porque fuera una enfermedad que iban a ser tratada de la manera más tajante posible, sino porque además le tocaba muy íntimamente. Al final todo quedó en un susto. Simplemente le quitaron los quistes, le sanearon lo que ella misma llamaba "la casquería" y, ya que estaban puestos y como entonces se decía que el apéndice no servía para nada, se lo quitaron. Todo esto, aunque terminó bien, supuso para mi madre un pequeño "shock" que, junto al comienzo de la menopausia, terminó llevándola a una depresión real. Para superarla, no se les ocurrió a los médicos de turno mejor solución que hacerla dependiente del Deanxit, en vez de dar un procedimiento psicológico adecuado. Digamos que con ello levantó cabeza, aunque sospecho que dejó de ser esa persona de enorme decisión y brío, que amigas suyas contaban fue antaño. Esto no quiere decir que no tuviera ocurrencias, o que estuviese por estar. Ni mucho menos. Recuerdo que, estando yo en la calle jugando con los otros niños del barrio, le hice una pifia a uno de ellos, el cual se volvió contra mi insultándome con un sonoro "hijo de puta". Decir cabe, que este insulto en niños de diez o doce años en aquellos días era algo gordísimo. En aquel momento mi madre pasaba por nuestro lado, y ante esto y el insulto pronunciado, todos nos quedamos petrificados por lo que podía suceder. Con un aplomo impresionante se acercó al chico, que se había quedado lívido ante su presencia, y con voz burlona le dijo: "Ojalá hijo mío, ojalá". Mi madre siguió su camino mientras el chico quedó tan confundido que no sabía por donde salir. Siempre me sonrío al recordar esta anécdota.

   Como ésta, podría relatar multitud de ellas, como aquella referente a la moda que hubo entonces entre las madres de tejer jerséis de lana a sus hijos. Mi madre nos hizo a mi hermana Ana y a mi un par de ellos, horrorosos, y que además nos iban grandes. Después de eso decidió que lo suyo no era tejer, pero... los puñeteros jerséis no nos los quitaba ni a sol ni a sombra. Después apareció otra moda: con los envoltorios de uno u otro producto, regalaban cosas y claro... mi madre consiguió una vajilla al estilo de "La Cartuja", a base de unas tabletas de chocolate; creo que con ello determinó que a mí el chocolate con leche y las chocolatinas en general no me entusiasmen mucho.

   Hacia 1983 mi hermana Sonia, terminada su carrera en Psicología, sacó una plaza para trabajar de forma interina para el Estado en colegios, lo que la llevó a Cantabria donde se estableció. Esto volvió a descargar a mi madre y, digamos, que algo más de paz entró en nuestro hogar. He de decir que el fuerte carácter de mi hermana y lo chocante que resultaba con el de mi padre hizo que por uno y otro no hubiera mes sin discusiones de gran formato en casa. No incidiré sobre estos hechos, ya que no son el objetivo de este escrito, y como diría Don Quijote: "La mierda cuanto más se remueve peor huele", así pues, permítame el lector correr un tupido velo sobre este sombrío capítulo de la historia de mi familia, que mejor dejarlo ahí y que sus protagonistas hagan las cábalas pertinentes.

   Los años siguientes los recuerdo como una época en la que cada vez más se iba liberando presión en el ambiente familiar. Amén de que mis progenitores "pasaban" el uno del otro más o menos. Mi padre creía seguir siendo el "pater familia", aunque era mi madre, en la sombra, la que llevaba la casa y controlaba la situación. Yo era aun una criatura, mas era testigo mudo de las cosas, amén de ir aprendiendo cómo manejar las situaciones sin tener necesidad de recurrir a la fuerza bruta. Fue en aquel momento cuando, terminando yo la E.G.B. no tenía muy claro mi futuro. Ante esta situación, mi padre y mis hermanas no tardaron en aconsejarme la vía de continuar estudios en el bachillerato, tradición muy propia de la casa y, por extensión, propia del españolito de a pie, dicho sea de paso. Decirle a los demás qué hacer, o sea, dar consejos... no dar trigo; predicar se nos da de miedo. Mi madre fue la única que una tarde se sentó conmigo y me preguntó qué quería hacer. Yo estaba confuso, lógico, así que entre ambos recopilamos toda la información de las opciones posibles y, tras trabajarlo mucho, ver pros y contras, me ayudó a decidir que la mejor vía era la Formación Profesional. Tomé la iniciativa de cursar estudios en electricidad-electrónica. Esta decisión no fue compartida por nadie en mi familia. Mi padre quería que yo hubiese sido dentista. Mis hermanas que hubiera hecho bachillerato y luego ya se vería una carrera. Mi propia madre le habría gustado que yo hubiera sido cura. Con todo y con ello fue la única que respetó mi decisión, amén de ayudarme a llevarla a cabo.
   En 1991 mi padre enfermó de cáncer y murió al año siguiente, después de no sólo padecer la propia enfermedad, sino además unos tratamientos agresivos como la quimioterapia y la cobaltoterapia. En ese periodo, mi padre y yo nos conocimos más mutuamente, ya que pasamos más tiempo juntos. Mi madre continuó moviéndose como lo hizo hasta la fecha: de forma necesaria, pero sin que nadie lo notase. Una nueva lección que me enseño: "Haz lo que creas que tienes que hacer, mas que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda".

   Aquí paro de contarles más, para seguidamente presentarles otro pequeño relato de los autores preferidos de mi madre: Agatha Christie. El estilo narrativo, los casos que se contaban y el mundo que presentaba, cuasi estático, encantaba a mi madre ya que la permitían evadirse a un mundo que le habría entusiasmado vivir. Disfrute pues con él como lo hacía mi madre y como lo hice yo al transcribirlo.

El misterio del jarrón azul.

   Jack Hartington contempló con pesar el empinado camino recorrido y de pie, junto a la pelota, volvió a mirar el hoyo calculando la distancia. Su rostro era una muestra elocuente del disgusto que sentía. Con un suspiro, extrajo uno de los palos de golf, y tras ensayar con él un par de tiradas que aniquilaron sucesivamente un diente de león y una buena zona de hierba, dirigióse por fin hacia la pelota.

   Resulta duro, cuando se tienen veinticuatro años y la única ambición en la vida es reducir el número de tiradas en el juego de golf, verse obligado a dedicar el tiempo y la atención al problema de ganarse el pan. Durante cinco días y medio de los siete que tiene la semana, Jack vivía encerrado en una especie de tumba de caoba en la ciudad. Los sábados por la tarde y los domingos los dedicaba religiosamente a lo realmente importante: el deporte. Llevado de su entusiasmo, había tomado una pequeña habitación en un pequeño hotel cerca de las pistas de Golf Stourton Heath y se levantaba diariamente a las seis de la mañana, para poder practicar una hora antes de coger el tren de las ocho cuarenta y seis que le llevaba a la ciudad. La única desventaja de aquel plan era que, a aquellas horas de la mañana, era incapaz de acertar una sola tirada. Cuando no erraba el tiro, se le escapaba la pelota, que corría alegremente por el césped, y le eran necesarias un mínimo de cuatro tiradas para cada hoyo.

   Jack suspiró, y asiendo el palo con fuerza se repitió las palabras mágicas: «El brazo izquierdo bien estirado y no alzar la vista.»
   Giró en redondo... y se detuvo petrificado al oír un grito que rompió el silencio de aquella mañana de verano.

   -¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!

   Era una voz de mujer que se ahogó en una especie de gemido. Jack dejó caer el palo de golf y echó a correr en dirección a la voz, que le había parecido muy cercana. Aquella zona de césped se encontraba en pleno campo y veíanse muy pocas casas por allí. En realidad sólo había una, muy pintoresca, y en la que Jack siempre se fijaba por su aspecto pulcro y anticuado. Fue hacia la casita a todo correr. Quedaba oculta por una ladera cubierta de brezos que bajó en menos de un minuto y se detuvo ante la cerca.

   En el jardín había una muchacha y, por un momento, Jack supuso que habría sido la que gritaba en demanda de auxilio. Mas no tardó en cambiar de opinión. La joven llevaba una cestita en la mano casi llena de malas hierbas que al parecer había estado arrancando de un amplio parterre de pensamientos. Jack observó que sus ojos eran también dos pensamientos, suaves, oscuros y aterciopelados, y más violeta que azules. Y parecía toda ella una flor con su vestido de algodón rojo. La joven le miraba entre contrariada y sorprendida.

   -Perdóneme -le dijo Jack-. Pero, ¿no acaba de oír un grito?

   -¿Yo? No.

   Su sorpresa parecía tan verdadera que Jack sintióse confundido. Su voz era dulce y bonita, con un ligerísimo acento extranjero.

   -Pero tiene usted que haberlo oído -exclamó-. Sonó muy cerca de aquí.

   -Yo no he oído nada -replicó la muchacha con los ojos muy abiertos.

   Jack fue ahora el sorprendido. Era increíble que no hubiese oído aquella desesperada llamada de auxilio, y sin embargo, su calma era tan evidente que no pudo ser que le mintiera.

   -Se oyó muy cerca de aquí -insistió.

   Ahora ella le miró con recelo.

   -¿Y qué es lo que han gritado? -preguntó.

   -¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!

   -Asesino... socorro, asesino -repitió la joven-. Alguien debe haberle gastado una broma, monsieur. ¿Quién podría ser asesinado aquí?

   Jack miró confundido a su alrededor esperando ver un cadáver por el jardín. Nada. Y sin embargo, estaba completamente seguro de que el grito fue real y no un producto de su imaginación. Miró hacia las ventanas de la casita. Todo parecía tranquilo y en paz.

   -¿Quiere usted registrar nuestra casa? -preguntó la jovencita en tono seco.

   Se mostraba tan escéptica, que la confusión de Jack fue en aumento, y se dispuso a marchar.

   -Lo siento -dijo-. Debe haber sido en el bosque.

   Y quitándose la gorra se alejó y al volverse para mirar por encima de su hombro, vio que la joven había vuelto a reemprender tranquilamente su tarea.

   Durante algún tiempo vagó por el bosque, sin poder encontrar el menor rastro de que hubiera ocurrido algo anormal. No obstante, estaba más seguro que nunca de haber oído aquel grito. Al final, abandonando la búsqueda, regresó apresuradamente al hotel para desayunar y coger el tren de las ocho cuarenta y seis con el margen acostumbrado de un par de segundos. La conciencia le remordió un poco al sentarse en el tren. ¿No debiera haber dado parte inmediatamente a la policía de lo que oyera? El no haberlo hecho obedecía tan sólo a la incredulidad de la joven-flor. Era evidente que le había considerado un soñador... y la policía hubiera pensado lo mismo. ¿Estaba bien seguro de haber oído el grito? Pero ahora no estaba tan convencido como antes... resultado natural al intentar revivir una sensación perdida. ¿Fue tal vez el grito de un pájaro en la distancia y que le pareció la voz de una mujer? Pero rechazó la sugerencia con enojo. Era una voz de mujer, y la había oído muy bien. Recordaba haber mirado el reloj un momento antes de que sonara el grito. Debían ser las siete y veinticinco minutos cuando lo oyó. Pudiera ser un detalle importante para la policía si... si se descubriera algo.

   Al regresar al hotel aquella noche, revisó los periódicos ansiosamente por ver si hacían mención de algún crimen. Pero no encontró nada y no supo si alegrarse o lamentarlo. La mañana siguiente amaneció tan húmeda..., tanto, que incluso el más ardiente entusiasta del golf hubiera visto empañado su afán. Jack se levantó en el último momento, engullendo a toda prisa su desayuno, y una vez en el tren, volvió a examinar los periódicos. No publicaban ningún suceso sangriento, y le ocurrió lo mismo con los periódicos de la noche.
   -Es extraño -díjose Jack-, pero así es.

   A la mañana siguiente salió muy temprano y, al pasar ante la casita, observó por el rabillo del ojo que la joven estaba otra vez en el jardín arrancando hierba. Por lo visto era una manía. Lanzó un buen tiro para aproximarse esperando que ella lo hubiera notado. Al ir a introducir la pelota en el hoyo siguiente, miró su reloj.

   -Exactamente las siete y veinticinco -murmuró-. Quisiera saber si...

   Mas las palabras se le helaron en los labios. A sus espaldas había sonado el mismo grito que le sobresaltara la otra mañana. La voz de una mujer desesperada.

   -¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!

   Jack echó a correr. La joven-flor que estaba de pie junto a la cerca parecía sobresaltada, y Jack corría triunfalmente hacia ella gritando:

   -Esta vez sí que lo ha oído.

    Sus ojos se abrieron bajo una emoción que no supo adivinar, pero observó que retrocedía al acercarse a él, y que incluso miraba hacia la casa como si fuera a correr hacia ella en busca de refugio.

   Al fin meneó la cabeza sin dejar de mirarle.

   -No he oído nada -replicó con aire ausente.

   Fue como si le hubieran dado un mazazo en mitad de la frente. Su sinceridad era tal que no pudo por menos que creerla. Sin embargo, no era posible que lo hubiera imaginado... imposible... imposible... Oyó su voz diciéndole en tono amable... casi con simpatía:

   -¿Sufre usted la neurosis producida por los bombardeos?

   En un instante comprendió la mirada de temor, y sus deseos de echar a correr hacia la casa. Pensaba que sufría alucinaciones. Y luego, como una ducha de agua fría vino aquel terrible pensamiento. ¿Estaría en lo cierto? ¿Sufriría alucinaciones? Obsesionado por aquella idea espantosa, se alejó tambaleándose sin pronunciar palabra. La muchacha le miró marchar meneando la cabeza, e inclinándose de nuevo continuó arrancando las malas hierbas.

   Jack procuró razonar a solas consigo mismo.

   -Si oigo otra vez ese condenado grito a las siete y veinticinco minutos -se dijo-, es que sufro alguna alucinación.

   Estuvo todo el día nervioso y se acostó temprano decidido a hacer la prueba a la mañana siguiente. Y como es natural en estos casos, pasó media noche despierto, y por la mañana durmió más de lo debido. Eran ya las siete y veinte cuando salió del hotel en la dirección acostumbrada, comprendiendo que no lograría llegar al lugar fatídico a las siete y veinticinco, pero sin duda, si la voz era una alucinación habría de oírla en cualquier parte. Corrió cuanto pudo con los ojos puestos en las manecillas del reloj.

   Las siete y veinticinco. Desde lejos le llegó el eco de una voz de mujer gritando. No pudo entender las palabras, pero estaba convencido de que era la misma llamada de socorro que oyera antes, y que venía del mismo punto de las cercanías de la casita.

   Por extraño que parezca, aquello le tranquilizó. Al fin y al cabo tal vez se tratase de una broma. Aunque le extrañase, quizá la propia muchacha le estuviese engañando. Irguió los hombros y sacando el palo de su saco de golf se dispuso a jugar unos cuantos hoyos hasta acercarse a la casa.

   La joven estaba en el jardín como de costumbre; la saludó con la gorra y cuando ella le dio tímidamente los buenos días le pareció más bonita que nunca.

   -Hermoso día, ¿verdad? -le gritó Jack alegremente, lamentando lo vulgar de su comentario.

   -Sí; hace un día espléndido.

   -Y bueno para el jardín, supongo.

   La joven sonrió, descubriendo un hoyuelo fascinador.

   -¡ No por cierto! Lo que necesitan mis flores es agua. Vea qué secas están.

   Jack, aceptando su invitación, se aproximó a la cerca que separaba el jardín del camino.

   -A mí me parece que están perfectamente -comentó Jack bajo la mirada compasiva de la muchacha.

   -El sol es bueno, ¿verdad? -dijo ella-. A las flores se las puede regar siempre, pero el sol les da fortaleza y es muy bueno para la salud. Ya veo que monsieur está hoy muchísimo mejor.

   Su tono alentador contrarió a Jack.

   Maldita sea -pensó-. Me parece que trata de curarme por sugestión.

   En tono irritado contestó:

   -Estoy perfectamente bien.

   -Eso es bueno -repuso ella tratando de consolarle.

   Jack tuvo la irritante sensación de que no le creía.

   Estuvo jugando al golf un rato más y luego corrió a desayunar. Mientras comía se dio cuenta, y no por primera vez, de que era observado fijamente por un hombre que ocupaba la mesa contigua a la suya. Era un caballero de mediana edad y rostro enérgico. Llevaba una pequeña barba oscura y sus ojos grises y penetrantes y sus ademanes seguros le colocaban en las primeras filas de las clases profesionales. Jack sabía que su nombre era Lavington, y había oído rumores de que se trataba de un médico especialista muy conocido, pero como Jack no frecuentaba la calle Harley, el nombre no le decía nada. Mas aquella mañana tuvo plena conciencia de la profunda observación a que era sometido, y se asustó. ¿Es que llevaba escrito en el rostro su secreto y todos podían verlo? ¿Acaso aquel hombre, gracias a su profesión, sabía lo que estaba sucediendo en su materia gris?

   Jack estremecióse al pensarlo. ¿Era cierto? ¿Se estaría volviendo realmente loco? ¿Era una alucinación o una broma pesada?

   Y de pronto se le ocurrió un medio muy sencillo para probar la solución. Hasta entonces había ido siempre solo a los campos de golf. ¿Y si alguien le acompañara? Entonces podrían ocurrir tres cosas: Qué la voz no se oyera. Que la escucharan los dos, o... sólo él. Aquella noche se dispuso a poner en práctica su plan.

   Lavington era el hombre que necesitaba. Trabaron conversación fácilmente..., tal vez el médico esperaba aquella oportunidad, ya que era evidente que por una u otra razón, Jack le interesaba. Lavington se avino con naturalidad a acompañarle para jugar una partida de golf antes del desayuno, y quedaron de acuerdo para la mañana siguiente.

   Salieron un poco antes de las siete. El día era perfecto, sin una nube, pero no demasiado caluroso. El doctor jugó bien, Jack pésimamente. Tenía el pensamiento puesto en la crisis que se avecinaba, y no cesaba de mirar el reloj. Llegaron al hoyo siete, el más próximo a la casita, cerca de las siete y veinte.

   Cuando pasaron ante ella, la joven se encontraba en el jardín, como siempre, y no alzó la vista del suelo. Las dos pelotas estaban sobre el césped. La de Jack cerca del hoyo y la del doctor algo más alejada.

   -Una tirada difícil -dijo Lavington-. Pero supongo que he de intentarlo.
   Y se inclinó para calcular la trayectoria. Jack permaneció rígido con los ojos fijos en su reloj. Eran exactamente las siete y veinticinco. La pelota rodó suavemente sobre la hierba deteniéndose en el borde del hoyo, vaciló, y se introdujo en él.

   -Buena puntería -dijo Jack con voz ronca y dejando de mirar su reloj con un suspiro de alivio. No había ocurrido nada. El encanto estaba roto.

   -Si no le importa esperar un poco -dijo- voy a llenar mi pipa.

   Descansaron un poco antes del hoyo ocho. Jack preparó y encendió su pipa con dedos temblorosos. Parecía haberse quitado un gran peso de encima.

   -Vaya, qué día tan hermoso hace -observó contemplando el panorama con gran satisfacción-. Continúe, Lavington, déle con fuerza.

   Y entonces ocurrió: en el preciso instante en que tiraba el doctor, se oyó la voz de una mujer desesperada.

   -¡Asesino! ¡ Socorro! ¡ Asesino!

    La pipa cayó de la temblorosa mano de Jack, que se volvió en redondo hacia la dirección en que sonaba la voz y luego miró a su compañero conteniendo el aliento. Lavington estaba mirando hacia las pistas haciendo visera con la mano sobre los ojos.
   -Un tiro corto, pero creo que he pasado la arena.

   No había oído nada.

   Todo empezó a dar vueltas alrededor de Jack, que avanzó un par de pasos tambaleándose pesadamente. Cuando se recobró estaba tendido en el césped y Lavington inclinado sobre él.

   -Vaya, calma, calma.

   -¿Qué me ha pasado?

   -Que se desmayó usted, jovencito... o por lo menos estuvo muy cerca de ello.

   -¡Dios mío! -exclamó Jack con un gemido.

   -¿Qué le ocurre? ¿Tiene alguna preocupación?

   -Se lo explicaré todo dentro de unos instantes, pero primero quisiera preguntarle una cosa.

   El doctor encendió su pipa acomodándose en su banco.

   -Pregunte lo que quiera -dijo.

   -Usted me ha estado observando estos últimos días, ¿Por qué?

   Lavington parpadeó:

   -Ésa es una pregunta bastante delicada. Un gato puede mirar a un rey, ya sabe...

   -No disimule. Estoy muy nervioso. ¿Por qué me observaba? Tengo una razón de peso para preguntárselo.

   Lavington se puso serio.

   -Le contestaré con toda sinceridad. Reconocí en usted todos los síntomas de un hombre acuciado por una fuerte tensión, y me intrigó cuál podría ser.

   -Eso puedo decírselo fácilmente -le dijo Jack con amargura-. Me estoy volviendo loco.
    Se detuvo con gesto dramático, pero su declaración no pareció despertar el interés y la consternación que espera y la repitió.
   -Le digo que me estoy volviendo loco.
   -Muy curioso -murmuró Lavington-. Sí, muy curioso.
   Jack se indignó.
   -Supongo que a usted debe parecérselo. Ustedes los médicos están encallecidos.
   -Vamos, vamos, amigo mío, habla usted por hablar. Para empezar, aunque tengo el título de médico, yo no practico la medicina. Estrictamente hablando, no soy médico... de los que curan el cuerpo quiero decir.
   Jack le miró de hito en hito.
   -¿Se dedica a enfermedades mentales?
   -Sí, en cierto sentido, pero más bien soy médico del espíritu.
   -¡Oh!
   -Percibo cierto menosprecio en su tono, y no obstante hemos de emplear alguna palabra para designar al principio activo que puede separarse y existe independientemente de su albergue carnal: el cuerpo. Tiene usted que admitir la existencia del alma, jovencito; no es un término religioso inventado por el clero. Pero le llamaremos consciente, o el yo inconsciente, o como mejor le parezca. Usted se ha ofendido por mi tono no hace mucho, pero puedo asegurarle que me pareció muy curioso que un joven tan normal y equilibrado como usted sufriera a su vez el engaño de creer que estaba perdiendo la razón.
   -Estoy perdiéndola, esto lo es cierto. Estoy completamente loco.
   -Usted me perdonará, pero no lo creo.
   -Sufro alucinaciones.
   -¿Después de las comidas?
   -No, por las mañanas.
   -No es posible -dijo el doctor volviendo a encender su pipa que se había apagado.
   -Le aseguro que oigo cosas que no oye nadie.
   -Sólo un hombre entre mil es capaz de ver los satélites de Júpiter. Porque los otros novecientos noventa y nueve no lo vean no hay razón para dudar de su existencia, ni tampoco para llamar lunático a ese uno.
   -Los satélites de Júpiter son un hecho científico comprobado.
   -Es posible que sus alucinaciones de hoy puedan ser hechos científicos comprobados el día de mañana. A pesar suyo el tono seguro y reposado de Lavington iba causando su efecto en Jack, que se sintió consolado y animado. El doctor le estuvo mirando atentamente unos instantes, y luego asintió.
   -Así está mejor -le dijo-. Lo malo de ustedes, los jóvenes, es que están tan convencidos de que no existe nada aparte de su filosofía propia, que ponen el grito en el cielo cuando sucede algo contrario a su opinión. Oigamos qué motivos tiene para pensar que está loco, y luego decidiremos si hemos de encerrarle.
   Con toda la fidelidad que le fue posible, Jack le refirió la serie completa de sucesos.
   -Pero lo que no comprendo -terminó- es por qué esta mañana lo oí a las siete y media..., o sea, cinco minutos más tarde.
   Lavington reflexionó unos instantes y luego preguntó:
   -¿Qué hora marca su reloj?
   -Las ocho menos cuarto -replicó Jack consultándolo.
   -Entonces, es bien sencillo. El mío marca las ocho menos veinte. El suyo va cinco minutos adelantado. Ése es un punto muy interesante e importante para mí... En realidad, es de un valor incalculable.
   -¿En qué sentido?
   Jack empezaba a interesarse.
   -Pues bien, la explicación evidente es que la primera mañana que usted oyó ese grito... pudo ser una broma... o puede ser que no lo fuera. Y los días siguientes, usted se sugestionó de tal manera que lo oía exactamente a la misma hora.
   -Estoy seguro de que no.
   -Conscientemente no, desde luego, pero ya sabe que el subconsciente gasta bromas muy curiosas. Pero de todas maneras esa explicación no basta. Si se trata de un caso de sugestión, usted habría oído el grito a las siete y veinticinco de su reloj, y no cuando creyó que ya había pasado esa hora...
   -¿Pues entonces?
   -Bien... es evidente..., ¿no? Ese grito de socorro ocupa un lugar perfectamente definido y un tiempo preciso. El lugar es la proximidad de esa casita, y el tiempo las siete y veinticinco.
   -Sí, pero, ¿por qué habría de ser yo quien lo oyera? Yo no creo en fantasmas y todas esas tonterías... almas en pena y demás. ¿Por qué habría de ser yo quien lo oyera?
   -¡Ah! De momento no podemos saberlo. Es curioso que muchos de los mejores médiums sean redomados escépticos. No son precisamente las personas que se interesan por los fenómenos ocultos los que consiguen las manifestaciones. Algunas personas ven y oyen cosas que otros no ven ni oyen... ignoramos por qué, y nueve de cada diez no desean verlas ni oírlas y están convencidos de que sufren alucinaciones... como usted. Es como la electricidad. Algunos materiales son buenos conductores, aunque nosotros hayamos estado mucho tiempo sin saberlo, teniendo que contentarnos con aceptar el hecho. Hoy en día ya lo sabemos. Y sin embargo, algún día sabremos por qué oyó usted el grito y la joven no. Todavía está sujeto a una ley natural, ya sabe... realmente no existe lo sobrenatural. El descubrir las leyes que gobiernan los llamados fenómenos psíquicos va a ser una ardua tarea..., pero estas pequeñeces ayudan.
   -Pero, ¿qué voy a hacer yo? -preguntó Jack.
   Lavington rió entre dientes.
   -Ya veo que es usted práctico. Bien, amigo mío, ahora va usted a desayunar y luego irá a la ciudad sin preocuparse más por cosas que no entiende. Yo, por mi parte, voy a echar un vistazo para ver lo que descubro con respecto a esa casita. Juraría que es ahí donde se centra el misterio.
   Jack se puso en pie.
   -Cierto, señor. Ya me voy, pero le aseguro...
   -Siga...
   Jack enrojeció violentamente.
   -...que la muchacha no miente -musitó.
   Lavington parecía divertido.
   -¡No me diga que era bonita! Bueno, anímese. Creo que el misterio empezó mucho antes de que ella naciera.
   Jack llegó aquella noche al hotel enfermo de curiosidad. Ahora confiaba ciegamente en Lavington. El médico había aceptado el caso sin la menor extrañeza y con tal naturalidad que Jack quedó impresionado.
   Cuando bajó a cenar encontró a su nuevo amigo aguardándole en el vestíbulo y le sugirió que compartieran la misma mesa.
   -¿Alguna noticia? -le preguntó Jack con ansiedad.
   -He averiguado toda la historia de la Casa de los Brezos. Primero fue alquilada por un viejo jardinero y su esposa. Él murió y su esposa fue a vivir con su hija. Luego la ocupó un constructor que la modernizó con gran éxito, vendiéndola a un caballero de la ciudad que solía ocuparla los fines de semana. Hará cosa de un año fue vendida a un matrimonio llamado Turner. Por lo que parece, una pareja bastante curiosa, y muy hermosa y exótica. Llevaban una vida muy tranquila, sin ver a nadie y apenas salían al jardín. El rumor que circulaba por aquí es que tenían miedo de algo... pero no creo que debamos darle crédito. Y de pronto un buen día se marcharon a primeras horas de la mañana y no volvieron a verles. Sus agentes recibieron una carta del señor Turner escrita desde Londres, en la que les daba instrucciones para que vendieran la casita lo más rápidamente posible. Vendieron los muebles, y la casa pasó a ser propiedad de un tal señor Mauleverer, que sólo vivió en ella quince días... y luego puso un anuncio alquilándola amueblada. Las personas que ahora la habitan son un profesor de francés tuberculoso y su hija. Llevan en ella sólo diez días.
   Jack recibió estas noticias en silencio.
   -No creo que con eso adelantemos mucho -dijo al fin-. ¿Qué opina usted?
   -Quiero que sepa alguna cosa más de los Turner -continuó Lavington sin inmutarse-. Se marcharon una mañana muy temprano, recuerde. Y por lo que he podido averiguar nadie les vio marchar. Al señor Turner le han vuelto a ver... pero no he conseguido todavía encontrar a nadie que haya visto a la señora Turner.
   Jack palideció.
   -No es posible... no querrá usted insinuar...
   -No se excite, jovencito. La influencia de cualquier persona en peligro de muerte... y especialmente de muerte violenta... es muy fuerte en el ambiente que la rodea. Estos alrededores pudieran haber absorbido esa influencia transmitiéndola por turno a un receptor conveniente... en este caso, usted.
   -Pero, ¿por qué yo? -murmuró Jack rebelándose-. ¿Por qué no a otro que pudiera hacer algún bien?
   -Usted considera esa fuerza inteligente e intencionada, en vez de ciega y mecánica. Yo no creo en las almas en pena buscando un receptor con un propósito especial. Pero lo que sí he visto, una vez y otra, tantas que apenas puedo considerarlo pura coincidencia, es una especie de tentativa ciega a que se haga justicia... un movimiento subterráneo de fuerzas ciegas trabajando siempre y oscuramente hacia el fin.
   Se irguió... como para apartar alguna obsesión que le preocupara, y luego volvióse a Jack con una sonrisa.
   -Dejemos este tema... por lo menos por esta noche.
   Jack se avino a ello con prontitud, pero no consiguió apartarlo de su memoria. Durante el fin de semana estuvo haciendo averiguaciones por su cuenta, sin descubrir más que lo que ya sabía por el doctor. Definitivamente había dejado de jugar al golf antes del desayuno.
   El siguiente eslabón de la cadena tomó forma inesperadamente. Al regresar al hotel uno de aquellos días, Jack fue advertido de que le esperaba una joven, y ante su enorme sorpresa resultó ser la del jardín... la joven-flor, como la llamaba él interiormente. Estaba muy nerviosa y aturdida.
   -Usted me perdonará, monsieur, por venir a verle de esta manera. Pero hay algo que debo decirle... yo...
   Miró indecisa a su alrededor.
   -Entremos aquí -dijo Jack con presteza acompañándola al salón del hotel que entonces estaba desierto-. Ahora siéntese, señorita... señorita...
   -Marchaud, monsieur. Felisa Marchaud.
   -Siéntese, mademoiselle Marchaud y cuéntemelo todo.
   Felisa tomó asiento. Vestía de verde oscuro y la hermosura y donaire de su pequeño rostro era más evidente que nunca. El corazón de Jack latió más deprisa al sentarse junto a ella.
   -Es lo siguiente -explicó Felisa-. Llevamos aquí poco tiempo, y desde el principio nos dimos cuenta de que nuestra casa... nuestra encantadora casita... está encantada. Ninguna criada quiere quedarse en ella.      Eso no me importa mucho, sé hacer las labores de la casa y guiso bastante bien.
   «Qué ángel -pensó el enamorado joven-. Eres maravillosa.» Pero procuró conservar un aire atento y grave.
   -Esas historias de fantasmas creo que son tonterías... mejor dicho, lo creí hasta hace cuatro días. Monsieur, desde hace cuatro noches tengo el mismo sueño. Se me aparece una dama... hermosa, alta y muy rubia... con un jarrón azul de porcelana entre las manos. Está triste... muy triste y continuamente tiende el jarrón hacia mí como implorándome que haga algo con él. ¡ Pero cielos! No habla... y yo... yo no sé lo que me pide. Este fue mi sueño las dos primeras noches..., pero la noche antepasada hubo algo más. La dama y el jarro desaparecieron de pronto y oí su voz que gritaba... Yo sé que es su voz, ¿comprende? Y ¡ oh! , monsieur, sus palabras fueron las mismas que usted pronunció aquella mañana: « ¡ Asesino! ¡ Socorro! ¡ Asesino! » Me desperté aterrorizada, diciéndome a mí misma... es una pesadilla, esas palabras que has oído son una casualidad. Pero anoche volví a oírlas. Monsieur, ¿qué es esto? Usted también las ha oído. ¿Qué vamos hacer?
   Felisa estaba aterrorizada y sus manitas se entrelazaron mientras miraba a Jack con ojos suplicantes. El joven procuró aparentar una indiferencia que no sentía.
   -Está bien, mademoiselle Marchaud. No debe preocuparse. Yo le diré lo que me gustaría que hiciese, si no le importa. Repetir toda esa historia a un amigo mío que se hospeda aquí, el doctor Lavington.
   Felisa se mostró dispuesta a seguir el consejo y Jack fue a buscar a Lavington volviendo con él a los pocos minutos. Lavington dirigió una mirada escrutadora a la joven, mientras Jack se apresuraba a efectuar las presentaciones. La tranquilizó con pocas palabras y escuchó con toda atención su relato.
   -Muy curioso -dijo cuando hubo terminado-. ¿Se lo ha contado a su padre?
   -No he querido preocuparle. Todavía está muy enfermo... -Sus ojos se llenaron de lágrimas-. Y procuro ocultarle todo lo que pudiera excitarle e inquietarle.
   -Comprendo -dijo Lavington amablemente-. Y celebro que haya acudido a nosotros. El amigo Hartington, aquí presente, tuvo una experiencia muy similar. Creo que ahora estamos sobre la pista. ¿No recuerda nada más?
   -¡Pues claro! Qué tonta soy. Es la base de toda la historia. Mire, monsieur, lo que encontré en uno de los armarios, caído detrás de un estante.
   Y le alargó un pedazo de papel de dibujo ya sucio, en el que aparecía pintado a la acuarela el boceto de una figura de mujer. Estaba muy mal hecho, pero el parecido era bastante bueno. Representaba una mujer alta y rubia de rostro extranjero, de pie junto a una mesa en la que había un jarro azul.
   -Lo encontré esta mañana -explicó Felisa-. Monsieur le docteur, ésta es la mujer que vi en sueños, y el jarrón azul era idéntico a éste.
   -Extraordinario -comentó Lavington-. La clave de este misterio es evidentemente el jarrón azul. Parece de porcelana china, y muy antiguo. Tiene un dibujo muy curioso.
   -Es chino -declaró Jack-. He visto uno exactamente igual en la colección de mi tío... ¿sabe?, es un gran coleccionista de porcelanas chinas, y recuerdo haber visto un jarrón igual a éste no hace mucho.
   -El jarrón chino -repitió Lavington quedando por unos instantes perdido en sus pensamientos. Al fin alzó la cabeza con una extraña luz en su mirada-. Hartington, ¿cuánto tiempo hace que su tío tiene ese jarrón?
   -¿Cuánto tiempo? Pues no lo sé.
   -Piense. ¿Lo ha adquirido últimamente?
   -No sé... sí, ahora que lo pienso, creo que sí. A mí no me interesan las porcelanas, pero recuerdo que cuando me enseñó sus recientes adquisiciones este jarrón estaba entre ellas.
   -¿Hará menos de dos meses? Los Turner abandonaron la Casa de los Brezos hace sólo un par de meses.
   -Sí, creo que sí.
   -¿Su tío asiste a las subastas locales?
   -Siempre, acude a todas.
   -Entonces, no es improbable suponer que adquiriera esa pieza en la subasta de los Turner. Una coincidencia curiosa... o tal vez lo que yo llamo la fuerza ciega de la justicia. Hartington, debe usted averiguar enseguida dónde adquirió su tío ese jarrón.
   -Me temo que sea imposible -replicó Jack-. Tío Jorge ha marchado al Continente y ni siquiera sé dónde escribirle.
   -¿Cuánto tiempo estará ausente?
   -De tres semanas a un mes, por lo menos.
   Hubo un silencio durante el cual Felisa miró ingenua a los hombres.
   -¿Es que no vamos a poder hacer nada? -preguntó tímidamente.
   -Sí, hay una cosa -dijo Lavington conteniendo su excitación-. Quizá sea poco corriente, pero creo que dará resultado. Hartington, tiene usted que conseguir ese jarrón. Tráigalo aquí, y si mademoiselle lo permite, pasaremos una noche en la Casa de los Brezos con el jarrón.
   Jack se estremeció.
   -¿Qué cree usted que ocurrirá? -preguntó intranquilo.
   -No tengo la menor idea..., pero creo sinceramente que el misterio quedará aclarado y el fantasma descansará. Es muy posible que ese jarrón tenga un doble fondo en el que se oculte algo. Si no ocurriera nada, deberemos hacer uso de nuestro ingenio.
   Felisa entrelazó las manos.
   -Es una idea estupenda -exclamó.
   Sus ojos brillaban de entusiasmo. Jack no sentía lo mismo... en realidad estaba acobardado, aunque por nada del mundo lo hubiera admitido ante Felisa. El médico actuaba como si su sugerencia fuera la cosa más natural del mundo.
   -¿Cuándo podrá conseguir el jarrón? -preguntóle Felisa volviéndose hacia él.
   -Mañana -replicó el joven de mala gana.
   Tenía que acabar de una vez con aquello, pues aquel agonizante grito de socorro que oyera cada mañana, era algo que había que desterrar para siempre y no volver a pensar en ello más de lo que fuese preciso.
   Al día siguiente por la tarde fue a casa de su tío para llevarse el jarrón en cuestión. Estaba más convencido que nunca al verlo de nuevo, que era exactamente igual al de la acuarela, pero por más que lo miró no pudo descubrir que ocultara algún secreto.
   Eran las once de la noche cuando él y Lavington llegaron a la Casa de los Brezos. Felisa les estaba esperando y les abrió la puerta antes de que llamaran.
   -Pasen -les susurró-. Mi padre está durmiendo arriba y no debemos despertarle. Les he preparado un poco de café.
   Les condujo a una pequeña salita muy coquetona, donde les sirvió unas tazas de café muy oloroso. Luego Jack desenvolvió el jarrón azul y Felisa contuvo el aliento al verlo.
   -Pues sí, pues sí -exclamó excitada-. Éste es..., lo reconocería en cualquier parte.
   Mientras tanto, Lavington estaba haciendo sus preparativos. Quitó todos los adornos de una pequeña mesita que colocó en el centro de la habitación y a su alrededor puso tres sillas. Luego, cogiendo el jarrón azul de manos de Jack, lo situó en medio de la mesita. Los otros le obedecieron, y la voz de Lavington volvió a oírse en la oscuridad.
   -No piensen en nada... o en todo. No fuercen el cerebro. Es posible que uno de nosotros tenga facultades de médium. De ser así, entrará en trance. Recuerden que no hay nada que temer. Alejen todo el temor de sus corazones y déjense llevar... déjense llevar.
   Su voz se fue apagando y se hizo el silencio. Minuto a minuto aquel silencio parecía más cargado de posibilidades. Era muy fácil decir: «Alejen sus temores». No era miedo lo que sentía Jack... sino pánico. Y estaba seguro de que a Felisa le ocurría lo mismo.
   De pronto oyó su voz diciendo aterrada:
   -Va a ocurrir algo terrible. Lo presiento.
   -Aleje su miedo -dijo Lavington-. No luche contra la influencia.
   La oscuridad pareció hacerse más densa y el silencio más absoluto mientras se percibía cada vez más, una indefinible sensación de amenaza. Jack sintió que se ahogaba... que le faltaba la respiración... que lo que fuera estaba muy cerca. Y luego el momento de apuro pasó. Sintió que era arrastrado por una corriente... y sus párpados se cerraron... sólo había paz... y oscuridad...
   Jack removióse inquieto. La cabeza le pesaba como si fuera de plomo. ¿Dónde estaba? Luz de sol... pájaros... Estaba tendido de cara al cielo.
   Y de pronto le recordó todo. La salita. Felisa y el médico. ¿Qué había ocurrido?
   Se incorporó, la cabeza le dolía terriblemente y miró a su alrededor. Estaba tendido en la pendiente no lejos de la casita. No vio a nadie. Extrajo su reloj viendo con sorpresa que eran las once y media. Jack se puso en pie echando a correr hacia la casita, tan de prisa como le fue posible. Debieron alarmarse por su tardanza en volver del trance y le habrían sacado al aire libre. Al llegar a la pequeña casa llamó a la puerta, pero nadie respondió ni vio señales de vida. Debían haber ido en busca de ayuda. O de otro modo... Jack sintió que le invadía un nuevo temor. ¿Qué habría ocurrido la noche pasada? Apresuróse a regresar al hotel y se disponía a realizar algunas averiguaciones en la administración, cuando le propinaron un terrible puñetazo en la espalda que casi le hace caer al suelo. Al volverse, indignado, tropezó con un anciano de cabellos blancos que le contemplaba sumamente regocijado.
   -¿No me esperabas, muchacho? .No me esperabas, ¿eh? -dijo aquel individuo.
   -Vaya, tío Jorge. Te creía a muchos kilómetros de distancia, en cualquier lugar de Italia.
   -¡ Ah!, pero no lo estaba. Desembarqué en Dover anoche, y pensé que podía ir en coche hasta la ciudad y de paso verte. Y lo he descubierto. ¿Toda la noche de juerga, eh? Bonito comportamiento.
   -Tío Jorge -Jack le detuvo con firmeza-. Tengo que contarte una historia extraordinaria. Y me atrevo a asegurar que no vas a creerme.
   Y le relató todo lo sucedido.
   -Y Dios sabe lo que ha sido de ellos --terminó.
   Su tío parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía.
   -El jarrón -consiguió decir al fin. ¡El jarrón azul! ¿Qué ha sido de él?
   Jack le miró sin comprender, pero al oír el torrente de palabras que siguieron, empezó a atar cabos.
   -Ming... único... la perla de mi colección... por lo menos vale diez mil libras... las ofrecía Hoggenheimer, el millonario americano... el único en su especie en todo el mundo... Pero dime de una vez, muchacho, ¿qué has hecho del jarrón azul?
   Jack corrió a la administración. Tenia que encontrar a Lavington. La encargada le recibió fríamente.
   -El doctor Lavington se marchó a última hora de la noche en automóvil. Dejó una nota para usted.
   Jack rasgó el sobre. Su contenido era breve y conciso:
   Mi querido y joven amigo:
   ¿Ha pasado ya la época de lo sobrenatural? No del todo... especialmente cuando se presenta con cierto lenguaje científico. Muchos recuerdos de Felisa, su padre inválido y míos. Tenemos doce horas de ventaja, que son más que suficientes
   Suyo siempre
   AMBROSIO LAVINGTON
   Médico del Espíritu


   Como se refleja en este relato, hay muchas cosas en la vida que, aunque parezcan una cosa a primera vista luego resultan ser otra completamente distinta. Cuestión muy importante y más hoy en día en el que las apariencias si no lo son todo, por ahí, por ahí. Las casualidades normalmente no lo son tanto... en esta vida, todo tiene una explicación medianamente razonable con el tiempo. Lo que hoy nos parece extraordinario, sobrenatural e inexplicable, mañana puede ser lo más trivial del mundo. Simplemente hay que saber mirar las cosas con perspectiva y perspicacia, ser cauto en llegar a conclusiones y no llegar a éstas ni demasiado precipitadamente, ni influenciado por criterios ajenos que no hayamos razonado nosotros también, ya que estos pueden estar orientados a fines poco interesantes y/o convenientes para nosotros. Algo que me repetía mi madre parafraseando palabras de Cristo era algo como: "Que los hijos de la luz sean tan astutos como los de las tinieblas". Es una cosa más que mi madre trató de inculcarme desde que era chiquitín, pero claro, la vida te enseña que por muy ladino que seas siempre hay alguien que te la pega, por eso el buen Dios nos dio instinto para sospechar cuándo nos mojan la oreja y poner tierra por medio antes de morder el polvo. Claro está, que somos humanos y por tanto falibles, así las cosas a veces este instinto nos yerra más de lo que debiere.
   Hasta aquí la tercera entrega de este memorial sobre mi madre, alguien tan especial que a día que pasa desde su muerte, más descubro no sólo lo grande que era por lo que recuerdo de ella, sino además por lo que me siguen contando, no sólo sus amigas con las que compartió muchas cosas, sino, como dije antes, las personas con las que tuvo un mínimo contacto y que, a pesar del tiempo pasado, caló en sus vidas y aun hoy la siguen recordando. Creo que fue alguien extraordinario, y no lo digo por ser su hijo, aunque también.