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miércoles, 28 de agosto de 2013

Matilde París del Pozo...MI MADRE (IV)

   Son varios los que, leyendo estas pequeñas notas que dedico a mi madre, han elogiado mis letras y se han sorprendido de lo que en se leía sobre ella, sobre todo su excepcionalidad tanto como persona como madre. Aún no se ha visto todo. Es más yo diría que, por desgracia, sólo he sido capaz de transmitir una ínfima parte de su esencia. En esta cuarta y última entrega les contaré los últimos años de su vida. En ellos, fui testigo de su grandeza, y aun más, hoy por hoy, en mis recuerdos, sigo asombrándome y aprendiendo de cosas que en su momento ni siquiera atisbaba a imaginar. Ella era así. En sus enseñanzas dejaba una segunda lectura que se debía hacer correctamente… y con perspectiva. Su didáctica era magistral en todos los sentidos. Y no lo digo yo que soy su hijo, muchos que la conocieron comparten esto. Era alguien tan especial, que allí por donde pasó, su carácter dejó huella, y muy profunda por cierto.
   Quizás sea terrible lo que a continuación diré, más supongo que aunque cruel, la verdad es siempre lo que es. Con la muerte de mi padre el 28 de febrero de 1992, muchos problemas que teníamos en casa se solucionaron, aunque otros, por desgracia, se enquistaron de la manera más horrible posible. Como ya comenté anteriormente, mi padre murió de cáncer de pulmón, enfermedad que el pobre tuvo que padecer durante casi un año. A su muerte, mi madre experimento una liberación en muchos sentidos tremenda, pues, por desgracia, su matrimonio terminó siendo una opresión terrible para ambos, aunque de diferentes maneras llevadas y padecidas. Desdichadamente, esta situación hizo quebrar las relaciones entre los hijos, más mi madre, en vida, fue capaz de ser el comodín que hiciese que las asperezas apenas se notaran, al menos desde mi punto de vista. A veces lo conseguía y otras no tanto, pues no sólo estábamos los hijos, unas buenas piezas por cierto, también estaban los maridos de mis dos hermanas mayores, a los que llamaré "los agregados", que, llegados a diferentes situaciones, dañaron seriamente nuestras relaciones y, por consiguiente, hicieron sufrir considerablemente y sin necesidad a mi madre.
   Como contaba, a la muerte de mi padre se sucedieron una serie de meses bastante malos, pues por entonces por legislación, las viudas cobraban a los tres meses después del fallecimiento. Luego, los papeles a hacer, impuestos a pagar, transmisiones de patrimonio y los pequeños líos económicos que dejó mi padre hicieron que anduviéramos en la cuerda floja casi un año. En ese ínterin ocurrió que, en determinadas cosas, mi madre empezó a volcarse en mí, ya no como madre, sino como si me "nombrara" cabeza de familia (pero sin el como), al menos en lo que se refería a asuntos de la casa familiar en la que vivía con mi hermana Ana. Prácticamente no había asunto doméstico y, en muchos casos, incluso personal que mi madre no me consultase. En cierta manera esta nueva situación alimentaba mi ego mas, por otro lado, me aterraba pues empecé a enterarme de cosas familiares y extrafamiliares que me hubiera gustado ahorrármelas.
   Al cabo de tres años, la economía doméstica volvió a estabilizarse y la tranquilidad y un cierto bienestar empezaron a instalarse en nuestro hogar, sólo amenazado por determinadas tiranteces entre los hermanos y miedos a que hicieran resquebrajarse la familia. Mi madre se encargó, en la medida que pudo, a soterrarlas, pero de cuando en cuando me confesaba lo que le desagradaba tener que mediar, y de cómo a veces no comprendía de donde salían esas cosas entre nosotros. Esas "cosas", a su muerte, terminaron haciendo mucho daño entre nosotros, mas éste es un tema que, por vergüenza tanto propia como ajena, callaré. No es tema de este memorial y sería una falta de todo traerlo aquí. Como decía, con la "estabilidad" económica y familiar, opté por hacer un inciso en mi vida laboral e ingresé en la universidad para estudiar una ingeniería. Esto enorgulleció a mi madre, pues este nuevo reto lo tomó como algo personal. En todo lo que pudo me ayudó, en el plano económico, dándome los medios que necesitaba, aunque la carrera prácticamente se financió a base de becas. Moralmente estuvo aguantando mis nervios y malos humores, cuando las cosas no iban todo lo bien que se esperaba, aunque al final (como en las películas) todo terminaba por arreglarse y finalizábamos celebrándolo yendo a comer a un restaurante italiano que a ella le encantaba, con mi hermana Ana. A nivel particular, mi madre y yo, teníamos una pequeña tradición y era que, cuando recibíamos alguna buena noticia, brindábamos con una copita de Jerez o de Oporto. Recuerdo que el Jerez no terminaba de gustarla, mas eso no importaba: era ese el pequeño evento para compartir algo bueno entre nosotros, era una complicidad compartida.
   En el verano de 1.997 murió su padre, lo que desencadenó una lucha por la herencia con los "familiares" de Francia. Me explico. Cuando terminó La Segunda Guerra Mundial mi abuelo fue liberado por los Aliados, pero no podía volver a España ya que, digámoslo así, no estaba bien visto por el gobierno de Franco. Así las cosas, obtuvo la nacionalidad francesa. Por otro lado, como ya conté, mis abuelos se casaron por lo civil. Estos matrimonios fueron anulados al acabar la Guerra Civil, por lo que mi abuelo contrajo "segundas nupcias" en Francia con Suzanne Regout, una viuda que tenía una hija, Colette. Supongo que trató de reconstruir la vida que perdió en España. No tuvo más descendencia y mi madre siempre fue reconocida como única hija legítima de mi abuelo. Nuestras relaciones con los “familiares” de Francia fueron siempre buenas, sin embargo, a la muerte de mi abuelo algo raro ocurrió. Digamos que la parte francesa vio la oportunidad de hacer dinero fácil a costa de darle lo mínimo imprescindible a mi madre por la venta de la casa de mi abuelo; vendieron la casa por el precio catastral del terreno a la nieta de Colette y supongamos que si la casa valía unos veinte millones, a mi madre solamente le dieron uno. Ante tal cuestión y después de que mi hermana mayor presionara sobre el tema, mi madre tomó la determinación de hacer lo mismo con el dinero que mi abuelo tenía en el banco. Poco antes de caer enfermo y previendo lo que podía pasar puso como única titular de la cuenta a mi madre. De repente nos encontramos ante la primera guerra por herencias en la que he participado. De los doce o trece millones en el banco, mi madre dio a Colette un millón, como prueba de buena fe y pagando con la misma moneda. No obstante, Colette tuvo la desfachatez de llamar por teléfono a mi madre para ponerla como un trapo. Afortunadamente, sus conocimientos de la lengua francesa eran tan básicos como los míos de alemán, por lo que de la retahíla de burradas y regüeldos varios que pudo emitir aquella señora -y me permito llamarla señora simplemente por educación ya que si por mi fuese..., pero es que Dña. Matilde no me lo hubiera permitido-, no nos enteramos prácticamente de nada.
   Después de esto, del dinero heredado, dio un millón a cada hijo, para que hiciésemos lo que nos viniera en gana con él, y pagó los impuesto derivados de toda la herencia, que dicho sea de paso, y hablo por experiencia, no fueron pocos. Por último, liquidó todas las deudas que por aquella época aun teníamos, y se quedó con unos cuatro o cinco millones, creo, que los disfrutó como mejor le pareció. Esto tampoco lo tengo yo muy claro, pues ella dispuso como quiso de su herencia y tampoco quise saber que hizo con ella aunque, por desgracia, a mí si se me pidieron cuentas de ello con posterioridad, a su muerte, pero esa es otra historia... Una cosa sí me hizo gracia. Después de todo este mogollón, a mi madre y a mí nos resultó paradójico enterarnos que mi hermana Marta, la mayor, la que azuzó a mi madre a entrar en "guerra" contra Colette, continuó una amistad por carta con ella, mas solo el buen Dios juzgará estos hechos.
   Un año después, a tenor de todo ello, y viendo como los cuatro hermanos nos habíamos comportado en y desde la muerte de mi padre y lo que acaeció con la muerte del suyo, mi abuelo, mi madre tomó la determinación de que fuese un servidor quien pusiese orden el día que ella muriese. Así me lo hizo saber y me hizo prometer que cuidaría a mi hermana Ana y la ayudaría en todo lo posible, pues temía que las hermanas mayores moldeasen a su antojo las cosas a su desaparición. El tiempo demostró que tal cosa no era posible por dos poderosas razones. La primera, la existencia de una gran escisión entre los hermanos que sólo beneficiaba a terceros y que promovía el interés individual (los intereses de los pequeños frente a los intereses de los mayores) en vez del común. La segunda, consistió en que esas terceras partes se movieron mucho más rápido de lo que mi madre suponía y me sobrepasaron por activa y por pasiva, hecho que sólo en su lecho de muerte pudo percibir y que me comunicó con gran preocupación. Yo traté de disuadirla de esa angustia, alegando que era joven y capaz, pero me temo que no coló y el tiempo demostró lo poco que ella se equivocaba. Mas esto es adelantar acontecimientos y contar también otra historia que no viene al caso.
   Volvamos al hilo de la historia. Los siguientes cuatro años los pasamos muy unidos mi madre y yo, compartiendo las pequeñas y grandes cosas, no teníamos secretos, incluso bromeábamos como si fuésemos chiquillos. Lo que más me gustaba era cuando, en verano, íbamos a ver zarzuelas al Centro Cultural de la Villa. Hablar con ella de cualquier tema era un placer, pues aunque se violentase al ir más allá de sus tabúes, se arriesgaba y no se cerraba en banda. Sabía escuchar como nadie y, en ocasiones, sus silencios eran tan elocuentes que me dejaba de piedra.
   Un día, mientras se sometía a unas pruebas por cálculos en la vesícula, le detectaron un tumor del tamaño de una moneda de dos euros en uno de los pulmones. Cuando nos enseñaron la radiografía se me vino el mundo encima, pues reconocía la enfermedad que once años atrás acabó con la vida de mi padre. Mi madre, como siempre hacía, se lo tomó con tranquilidad y, como solía decir, se puso en las manos de Dios. Semanas después las pruebas médicas, nos dieron que se trataba de un cáncer de lo más agresivo. Tras seis meses de un tratamiento de quimioterapia para paliar los efectos de la enfermedad y ver como físicamente se deterioraba a marchas forzadas, me pidió que subiera el cura de nuestra parroquia para que la diera los últimos sacramentos. El sacerdote subió a casa, vino con el ánimo de confesarla y reconfortarla en sus últimos momentos y.... bueno, confesarla la confesó y, ahora creo que como siempre, mi madre sorprendió a propios y extraños. Como en el funeral reconoció el mismo cura, fue él el reconfortado. Mi madre sabía perfectamente lo que pasaba, y cómo estaban las cosas. Veía todo con esa claridad que sólo aquellos con la conciencia tranquila tienen. Un jueves siete de agosto, sobre las once y cuarto, te marchaste, en silencio, en paz, aunque, por desgracia, te llevaste tu luz y este mundo dejó de ser un poco mejor.
Después de su muerte los acontecimientos se sucedieron con mucha celeridad y ahora, en el recuerdo, dan la sensación de que fueron planificados cuidadosamente, como si de una partida de ajedrez se tratase, pero esa es, de nuevo, otra historia.
A continuación les ofrezco una de las últimas lecturas que pudo hacer mi madre. Aunque triste, refleja muchas de las sensaciones que después de su muerte experimentamos. Personalmente me veo reflejado en el personaje de Aliosha... y creo que mi madre, en sus últimos momentos, también se dio cuenta. Son cosas que pasan.

Pequeñeces de la vidaAnton Chejov
   Nikolái Ilich Beliáyev, propietario de unas casas en Petersburgo, aficionado a las carreras de caballos, hombre joven, de unos treinta y dos años, bien nutrido, sonrosado, entró una vez al caer la tarde a ver a la señora Írnina Olga Ivánovna, con la cual vivía -o, según él, arrastraba- una aburrida y larga novelita de amor. Y en realidad las primeras páginas de esta novela, interesantes y arrebatadas, habían sido leídas hacía ya tiempo; ahora las páginas se hacían largas, siempre largas, sin ofrecer nada nuevo ni interesante. No encontrando a Olga Ivánovna en casa, mi héroe se tendió en una otomana del salón y se dispuso a esperar.
   -¡Buenas tardes, Nikolái Ilich! -oyó decir a una voz de niño-. Mamá vendrá enseguida. Ha ido con Sonia a la modista.
   En el mismo salón estaba echado en un diván el hijo de Olga Ivánovna, Aliosha, un muchacho de unos ocho años, esbelto, bien cuidado, vestido como un figurín, con una chaquetita de terciopelo y largas medias negras. Yacía sobre una almohada de raso e, imitando al parecer a un acróbata al que había visto no hacía mucho en el circo, lanzaba en alto ora una pierna ora la otra. Cuando las elegantes piernas se fatigaban, ponía en movimiento los brazos, o saltaba bruscamente, se ponía a cuatro patas y procuraba sostenerse cabeza abajo. Todo esto con una cara muy seria, resoplando como si le martirizaran, y habríase dicho que ni él mismo estaba contento de que Dios le hubiera dado un cuerpo tan inquieto.
   -¡Ah, salud, amigo! -contestó Beliáyev-. ¿Eres tú? No te había visto. ¿Mamá se encuentra bien?
   Aliosha, agarrando con la mano derecha la punta del pie izquierdo y adoptando la pose menos natural, se volvió, dio un salto y miró a Beliáyev por detrás de una gran pantalla con flecos.
   -Qué quiere que le diga -respondió, encogiéndose de hombros-. En realidad mamá no está nunca bien. Claro, es una mujer, y a las mujeres, Nikolái Ilich, siempre les duele algo.
   Beliáyev, por no tener nada mejor que hacer, se puso a examinar el rostro de Aliosha. Antes, durante el tiempo que llevaba tratando a Olga Ivánovna, no se había fijado ni una sola vez en el pequeño y ni había reparado en su existencia: veía ante sus ojos un muchacho, mas por qué estaba allí y qué papel desempeñaba, eran cuestiones en las que ni ganas tenía de pensar.
   Con el crepúsculo vespertino, el rostro de Aliosha, de pálida frente y negros ojos que no pestañeaban, le recordó, de pronto a Olga Ivánovna, tal como era en las primeras páginas de la novela. Y Beliáyev sintió deseos de ser cariñoso con el muchacho.
   -¡A ver, ven acá, bicho! -dijo-. Deja que te mire de más cerca.
   El muchacho saltó del diván y corrió hacia Beliáyev.
   -Bien -empezó Nikolái Ilich, poniéndole la mano sobre su flaco hombro-. ¿Qué tal? ¿Cómo va?
   -Qué quiere que le diga. Antes se vivía mucho mejor.
   -¿Por qué?
   -¡Pues, muy sencillo! Antes, Sonia y yo sólo teníamos clase de música y lectura, y ahora nos hacen aprender versos en francés. ¡Usted se ha cortado el pelo hace poco!
   -Sí, hace poco.
   -Ya lo noto. Ahora lleva la barba más cortita. Permítame que se la toque... ¿No le hago daño?
   -No, no me haces daño.
   -¿Por qué será que cuando tiras de un solo pelito hace daño y cuando tiras de muchos pelos no duele ni pizca? ¡Ja, ja! ¿Sabe? Hace usted mal en no llevar patillas. Habría que afeitar un poco aquí y por los lados... y aquí, dejar crecer los pelos...
   El pequeño se apretó contra Beliáyev, con cuya cadenita se puso a jugar.
   -Cuando ingrese en el gimnasio -dijo-, mamá me comprará un reloj. Le pediré que me compre también una cadenita como esta... ¡Queeé meeedaaallón! Mi padre tiene un medallón exactamente igual, sólo que en el de usted hay aquí unas rayitas y en el suyo, letras... En medio está el retrato de mamá. Ahora papá lleva una cadenita diferente, no de anillas, sino como una cinta...
   -¿Cómo lo sabes? ¿Acaso ves a tu papá?
   -¿Yo? Mm... ¡no! Yo...
   Aliosha se ruborizó y, profundamente turbado por haberse traslucido que mentía, empezó a rascar el medallón con la uña, poniendo en ello mucho celo. Beliáyev le miró fijamente y le preguntó:
   -¿Ves a tu papá?
   -¡No... no...!
   -Dímelo francamente, con toda sinceridad... Veo por tu cara que no me dices la verdad. Ya que te has ido de la lengua, no disimules, ahora. Dime, le ves? ¡Ea!, ¡de amigo a amigo!
   Aliosha reflexionó.
   -¿No se lo dirá a mamá? -preguntó.
   -¡Faltaría más!
   -¿Palabra de honor?
   -Palabra de honor.
   -¡Júrelo!
   -¡Ah, qué pesado eres! ¿Por quién me tomas?
   Aliosha miró a su alrededor, abrió mucho los ojos y balbuceó:
   -Pero, por el amor de Dios, no se lo diga a mamá... Ni a nadie, porque es un secreto. No quiera Dios que mamá se entere, nos la íbamos a cargar yo y Sonia y Pelagueya. Bueno, escuche. Sonia y yo nos vemos con papá todos los martes y los viernes. Cuando Pelagueya nos lleva de paseo, antes de comer, entramos en la pastelería de Apfel, y allí nos espera papá... Siempre está en una habitación reservada, donde hay, ¿sabe?, una mesa de mármol así, y un cenicero en forma de ganso sin espalda...
   -¿Qué hacéis allí?
   -¡Nada! Primero nos saludamos, después nos sentamos todos a una mesita y papá empieza a pedir café y empanadas. Sonia, ¿sabe?, come empanadas de carne, ¡y yo no puedo sufrir las empanadas de carne! A mí me gustan de col y de huevo. Nos hartamos tanto que luego, a la hora de comer, para que mamá no se dé cuenta, tenemos que esforzarnos en tragar todo lo que podemos.
   -Y allí, ¿de qué habláis?
   -Con papá? De todo. Nos besa, nos abraza, nos cuenta historietas muy divertidas. ¿Sabe? Dice que cuando seamos mayores nos llevará a vivir con él. Sonia no quiere, pero yo estoy de acuerdo. Claro, sin mamá será aburrido, pero ¡ya le escribiré cartas! Es raro, en días de fiesta podremos visitarla, ¿verdad? Papá dice, además, que me comprará un caballo. ¡Qué hombre tan bueno! No sé por qué mamá no le llama para vivir con él, ni por qué nos prohíbe verle. Él la quiere mucho. Siempre nos pregunta cómo se encuentra, qué hace. Cuando ella estuvo enferma, él se agarraba la cabeza con las manos, así, y... corría, corría. Siempre nos pide que la obedezcamos y que la respetemos. Oiga,¿es verdad que nosotros somos unos desgraciados?
   -Hum... ¿y por qué?
   -Es papá quien lo dice. Vosotros, dice, sois unos niños desgraciados. Es extraño oírselo decir. Vosotros, dice, sois desgraciados, yo soy un desgraciado y mamá es una desgraciada. Rogad a Dios, dice, por vosotros y por ella.
   Aliosha detuvo su mirada en un pájaro disecado y se quedó pensativo.
   -Ya... -balbuceó Beliáyev-. Así pues, eso es lo que hacéis. Organizáis reuniones en la pastelería. ¿Y mamá no lo sabe?
   -Nooo... ¿Cómo quiere que lo sepa? Pelagueya no se lo dirá por nada del mundo. Anteayer papá nos invitó a peras. ¡Eran dulces, como la confitura! Yo me comí dos.
   -Hum... Bueno, y eso... escucha, ¿de mí no dice nada tu papá?
   -¿De usted? Qué quiere que le diga. -Aliosha miró con curiosidad el rostro de Beliáyev y se encogió de hombros-. No dice nada en particular.
   -Pero ¿qué dice más o menos?
   -¿No se ofenderá, usted?
   -¡Solo faltaría! ¿Acaso me insulta?
   -Él no le insulta, pero ¿sabe?... Está enfadado con usted. Dice que por su culpa mamá es desgraciada y que usted... ha perdido a mamá. ¡Ya ve, qué raro es! Yo le explico que usted es bueno, que nunca le grita a mamá, y él solo mueve la cabeza.
   -Ya, ya... ¿Y dice que yo la he perdido?
   -Sí. ¡No se ofenda usted, Nikolái Ilich!
   Beliáyev se levantó, permaneció de pie unos momentos y se puso a caminar por el salón.
   -¡Qué extraño... y qué ridículo! -balbuceó, encogiéndose de hombros y sonriendo burlonamente-. Toda la culpa es de él, y resulta que soy yo quien la ha echado a perder, ¿eh? ¡Vaya, con el inocente corderito! ¿Así te lo ha dicho, que yo he perdido a tu mamá?
   -Sí, pero... ¡usted me ha dicho que no iba a ofenderse!
   -No me ofendo y... ¡además no es cosa tuya! No, eso... ¡eso es incluso ridículo! ¡Me han pillado en la ratonera y ahora resulta que soy el culpable!
   Sonó la campanilla. El muchacho dio un salto y salió corriendo. Un minuto después, entró en el salón una dama con una niña pequeña. Era Olga Ivánovna, la madre de Aliosha. Tras ella, dando saltitos, venía Aliosha, cantando en voz alta y agitando los brazos. Beliáyev saludó con un movimiento de cabeza y siguió caminando.
   -Naturalmente, ¿a quién acusar ahora, si no a mí? -murmuró resoplando-. ¡Tiene razón! ¡Él es el marido ofendido!
   -¿A qué te refieres? -preguntó Olga Ivánovna.
   -¿A qué?... ¡Pues escucha qué sermones suelta tu legítimo consorte! Resulta que soy un canalla y un malvado, que yo he sido tu perdición y la perdición de tus hijos. Todos vosotros sois unos desgraciados, ¡y sólo yo soy terriblemente feliz! ¡Terrible, terriblemente feliz!
   -¡No te comprendo, Nikolái! ¿Qué significa esto?
   -Pues, ¡escucha a este joven señor! -dijo Beliáyev, señalando a Aliosha.
   Aliosha se sonrojó, luego, de pronto, palideció, y la cara se le crispó de miedo.
   -¡Nikolái Ilich! -balbuceó en alta voz-. ¡Tsss!
O   lga Ivánovna miró sorprendida a Aliosha, a Beliáyev, después otra vez a Aliosha.
-
   -¡Pregúntele! --continuó Beliáyev-. Tu Pelagueya, esa tonta de remate, los lleva a las pastelerías y allí organiza encuentros con su papaíto. Pero no es esta la cuestión, la cuestión es que el papaíto es un mártir, y yo, un malvado, un canalla, que os he destrozado la vida a los dos...
   -¡Níkolái Ilich! -gimió Alíosha-. ¡Me había dado usted su palabra de honor!
   -¡Ea, déjame! -exclamó Beliáyev, haciendo un gesto de contrariedad con la mano-. Aquí se trata de algo mucho más importante que todas las palabras de honor. ¡A mí, la hipocresía y la mentira me indignan!
   -¡No comprendo! --dijo Olga Ivánovna, y las lágrimas le brillaron en los ojos-. Escúchame, Liólka -se dirigió al hijo-. ¿Te ves con tu padre?
   Aliosha no la escuchaba y miraba con terror a Beliáyev.
   -¡No puede ser! -dijo la madre-. Voy a interrogar a Pelagueya.
   Olga Ivánovna salió.
   -¡Escuche, me había dado usted su palabra de honor! -dijo Aliosha, temblando de la cabeza a los pies.
   Beliáyev le replicó con un gesto de disgusto y siguió caminando. Se hallaba sumido en su ofensa, y de nuevo, como antes, no se daba cuenta de la presencia del pequeño. Él era un hombre maduro y serio, no iba a preocuparse por pequeñajos. Aliosha se sentó en un rincón y, horrorizado, le explicó a Sonia cómo le habían engañado. Temblaba, tartamudeaba, lloraba. Por primera vez en la vida se encontraba de manera tan brutal con la mentira cara a cara; hasta entonces no había sabido que en este mundo, además de peras dulces, de empanadas y de relojes caros, existen muchas otras cosas que, en el lenguaje de los niños, no tienen nombre.

Resumen final
   Con esto termino este memorial, un mísero tributo a quién tanto hizo por mí. Quizás sería más correcto decir que lo hizo todo por mí. Alguien, de manera cruel, al poco de morir mi madre, me dijo que yo era una gran persona porque mi madre era una gran mujer y, como los planetas reflejan la luz del Sol, porque ellos mismos no emiten nada de luz, yo reflejaba la luz de mi madre. Por mí mismo yo no era nada. El tiempo me ha demostrado que quizás fuese cierto. Hoy, por fortuna, como muchos otros, brillamos con nuestra propia luz porque ella no sólo nos iluminó, también nos enseño a ser a su imagen y semejanza, a tratar de emanar la luz sin esperar nada a cambio. A veces, estas ideas no se comprenden y se mal interpretan. A veces, otros ven cosas en nosotros que no son, pero es que la luz también hace sombras. Ya no depende de la luz explicar estos visajes. Es al que recibe esta luz, al que le toca entender lo que ocurre y que la mancha a lo mejor es una simple sombra.
   Espero que algún día volvamos a vernos. No sé si podré mirarte a la cara, porque no estoy muy seguro de las cuentas que te presente sean de tu agrado, aunque mi conciencia está tranquila sobre lo hecho. Dios es testigo de que no supe hacerlo mejor, aunque es posible que mi ignorancia no me exima de las responsabilidades de no haberlo hecho todo correctamente y de la forma exacta en que tú deseabas que se hicieran las cosas. Si de algún delito, creo, se me podrá acusar es de incompetente, mas no de malvado, aunque la historia contará lo que quiera... yo sólo espero tu perdón por tu amor, como espero para mis otros (y muchos, por desgracia) pecados, clemencia, por el amor de mi Creador. Pero ya no sólo por el vuestro que espero hacia a mí, sino por el que seguro yo siento por vosotros. Como tú me decías, ya sólo tengo que hacer una cosa en ese sentido: ponerme en las manos de Dios y confiar en su voluntad.

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